La Duquesa de Portobello.
Érase una vez una mujer a la
que le encantaba mandar, su nombre, Elvira, la Duquesa Elvira de Portobello.
Elvira vivía en un castillo rodeada de fieles súbditos a los cuales mandaba
cumplir todos sus caprichos: “cambien las cortinas”, “preparen la cena”, “cepillen
al perro”, “denle de comer a los patos”, “poden el pasto”, “limpien los
muebles”, “sonrían”, “no tanto”, “cállense”, “hablen”, “cállense, ¡qué no
entendieron!”… Todo el día se le iba en dar órdenes.
Aquellos súbditos, quienes llamábanse así mismos la corte
real, no recibían paga ni privilegios, tan sólo el honor de ser súbditos de la
Duquesa. Con eso poco se conformaban aquel puñado de hombres; pues a qué más
puede aspirar la un súbdito sino a cumplir órdenes. Los habitantes del Ducado
de Portobello no eran verdaderamente muchos, se entretenían con sus actividades
cotidianas y poco les importaba la vida aristocrática de la Duquesa. Los
habitantes no eran listos ni tontos, ni quietos ni activos, simplemente
habitantes. No había, sin embargo, una sola alma en el ducado de Portobello que
no aguardara ansiosamente por la atracción más grande del año, la fiesta de
Santo Tomás, para la cual, como cada otoño,
la Duquesa descendía desde lo alto de su castillo hasta el mundo de los
comunes, para nombrar a un mayordomo. Al ungido por la Duquesa concedíasele el
honor de organizar la fiesta patronal.
El otoño llegó y la Duquesa reservó para aquella ocasión
el vestido más simple, viejo y que encontró, pues no valía la pena que los
plebeyos presenciaran sus más agraciados atavíos. -No hay que combinar lo bello
con lo pueril-, decía a sus fieles súbditos. Una vez hubo descendido, por
consejo de su corte, Elvira designó a Erasmo como mayordomo de la fiesta
patronal; un humilde carpintero del pueblo conocido por su honradez y
dedicación al trabajo. Erasmo aceptó gustoso aunque sin realizar mayor
deferencia. El pueblo por su parte celebró sonoramente el nombramiento.
Erasmo comenzó los preparativos. Primeramente reunió a
los habitantes de Portobello en la plaza central, y una vez los hubo
consultado, mandó a colgar papel picado rosa y azul en todas las calles, a
pintar las fachadas de la casa de gobierno y la catedral, mandó matar 15
gallinas y 12 puercos y a cortar los jardines, mientras él mismo dedicó varios
días a construir un arco corintio para adornar la entrada de Portobello.
Cuando la Duquesa Elvira se enteró de que Erasmo dictaba
órdenes en su ducado que la gente obedecía, mandóle a llamar de inmediato a su
castillo. ¿Usted es Erasmo el carpintero?
Él mismo. Puede decirme con qué autoridad se atreve a mandar en mi
ducado. La autoridad, Duquesa, es de un solo tipo y es la misma con la que me
ha mandado a llamar a su castillo. Se equivoca, mi autoridad es indiscutible e
inapelable, porque yo, soy Elvira, la Duquesa de Portobello y puedo hacer y
deshacer según mi voluntad. Es un gusto presentarnos de nueva cuenta Duquesa,
yo soy Erasmo, el carpintero de Portobello. ¿Pero que no es usted también el
mayordomo? En efecto. Pues… precisamente sobre eso quería hablar… el color azul
y rosa del papel picado no me gusta, lo cambia, el puerco me hace mal así que
lo sustituye por pescado, las fachadas de la iglesia y de la casa de gobierno
se ven horribles, las pinta de otro color,…un verde aceituna asentaría bien, el
jardín lo deja crecer para hacer animales con los arbustos al estilo
expresionista francés, ¡aah, casi lo olvido!, ese arco, ese arco tan espantoso
que mandó a poner en la entrada, lo quema inmediatamente. Comprendo, pero
dígame Duquesa ¿con qué autoridad puedo mandar yo, si tan sólo soy un
carpintero? Que no entiende que por eso le he nombrado mayordomo para que pueda
mandar ¿Entonces tengo autoridad para mandar en el pueblo? Esa autoridad, divina
en su naturaleza, es inmanente en mi calidad de noble y la transfiero a usted
por mi salvoconducto real, para que pueda obrar en mi nombre. ¿Es decir, que la
autoridad es realmente suya? Así es. ¿Y la capacidad de mandar? También. Siendo
entonces que en usted radica la autoridad y el mando, y que como todos saben
del poder se ejerce con mayor virtud desde su origen, considero pertinente que
realice su voluntad real a través de su propia persona, para lo cual prescinde
de un servidor. ¡Qué se ha creído usted para decirme que debo o no debo hacer!,
usted, usted es un simple plebeyo,¡ qué no entiende que usted depende de mí! La
realidad sugiere lo contrario Duquesa, pues para ser Duquesa necesita en
esencia de alguien a quien mandar, al parecer usted sin mí no puede mandar y
por ello depende de mí para ser Duquesa, yo en cambio, sin usted puedo seguir
siendo un carpintero, tan carpintero como siempre. ¡Insolente! ¡Cómo se
atreve!, maldita la hora en que le nombre mayordomo, pero en este a mismo le
retiro el cargo; paje que quede en acta que este hombre deja de ser mayordomo
en este preciso momento, ¡y ni siquiera intente rogar que le devuelva el puesto!
–Erasmo no se inmuto, dio media vuelta y salió de la habitación real para
volver a sus labores de carpintería- ¡Jamás le ordené se retirara! –gritaba
coléricamente la Duquesa a la salida de Erasmo- Si cruza esa puerta quedará
desterrado de por vida del ducado, ¡se lo advierto! -pero Erasmo siguió su
camino.
La Duquesa se puso iracunda, su cuerpo temblaba de furia,
no podía creer que un plebeyo se hubiese atrevido a retar su autoridad con
singular indiferencia a sus amenazas. De inmediato pensó la manera de vengarse.
Nombró a Juan el panadero, como nuevo mayordomo, quien llevó al pie de la letra
las exigencias propias de la Duquesa. De Erasmo sólo se sabía que se le había
visto salir de Portobello; hubo cierto desconcierto y murmullo por parte del
pueblo, pero tan pronto uno de los
cortesanos comenzó a aplaudir en la ceremonia de nombramiento, la gente se soltó
efusivamente y sin reparo el nuevo nombramiento.
Sin embargo, la afrenta de Erasmo agudizó la patología
mandamás de la Duquesa, quien ya no lograba satisfacer su necesidad de mandar.
Su sentimiento de inferioridad era grande y se volvió tanto más, que ya no le
era suficiente con dar órdenes a los habitantes de Portobello. Ella quería
mandar, mandar y mandar, así que ordenó rentar gente de otros ducados para que
pudiese también mandarles: “cambien las cortinas”, “preparen la cena”,
“cepillen al perro”, “denle de comer a las patos”, “poden el pasto”, “limpien
los muebles”, “sonrían”, “no tanto”, “cállense”, “hablen”, “¡cállense que no
oyeron!”. Todo el día se le iba en dar órdenes a sus súbditos, a los habitantes
de Portobello y a los habitantes rentados de otros ducados.
Mientras más se acercaba la fecha para la fiesta de Santo
Tomás, la Duquesa se volvía cada vez más mandona. Buscaba imponer su voluntad
en todo, hasta el punto de lo absurdo. Ahora quería volver al color original
del papel picado, quería nuevamente puerco en el menú, mandó a cortar los
arreglos expresionistas de los arbustos y por último mandó a colocar nuevamente
el arco de Erasmo en la entrada de Portobello. Sin embargo, para su desgracia,
ella misma había mandado quemar el arco de madera, pidió entonces se
construyera uno nuevo. Pero nadie en la pequeña extensión del ducado sabía de
carpintería, así que mandó a una comisión especial a buscar y traer a Erasmo de
regreso a las puertas de Portobello.
Gran sorpresa se llevaron los portobellenses al descubrir
que Erasmo era un hombre dichoso de ser libre, podía construir lo que él
quisiera y con esa misma libertad rechazó las órdenes de la duquesa.
Impresionados con su libre albedrío, los integrantes de la comisión acordaron
quedarse con Erasmo y trajeron consigo a sus familias. Después de todo, el
exilio no se veía tan mal y gozaban de algo que jamás encontraría en
Portobello, Libertad. Sólo un comisionado, miembro de la corte regresó a donde
la Duquesa para informar sobre lo acontecido.
Al escuchar las noticias Elvira no contuvo su furia. Una
marea de rojo efervescente inundó sus entrañas de ira y resentimiento, haciendo
crecer sus ganas de mandar. Comenzó entonces a dar órdenes a diestra y
siniestra: “pinten las cortinas”, “cepillen a los patos”, “denle de comer a los
muebles”, “poden los perros”, “lloren”, “no tanto”, “griten”, “cállense”,
“vuelvan a gritar”, “quemen las casas, quemen la iglesia, incineren la casa de
gobierno, lumbre a los jardines, prendan fuego a la catedral, quemen todo,
quemen todo el ducado… Y así fue que Portobello, al igual que la Roma de Nerón,
quedó convertido en cenizas.
Los portebellenses se veían los unos a los otros sin
encontrar respuesta, habían quemado ellos mismos su ducado por órdenes de un
bruto. Pronto comprendieron que no había más que hacer y se exiliaron todos a
donde Erasmo. Erasmo, aquel carpintero taciturno, pero de gran entereza, supo
dar la bienvenida a todos los portobellenses que arribaban. Al ser el primero
en haber llegado a las tierras del exilio, pronto fue nombrado Duque, pero
Erasmo rechazó de inmediato el nombramiento y en su lugar nombró a las nuevas
tierras la “República del exilio”.
Tristemente, ese mismo día era la fiesta de Santo Tomás,
la fiesta más esperada en todo el año por los portobellenses. Pero hábilmente,
Erasmo dijo que en la República del exilio no se festejaba a Santo Tomás sino a
San Agustín, cuya celebración se encontraba próxima. Así que sin reparos, la
gente erigió una casa de gobierno y una catedral, aró tierra para los jardines,
puso papel picado rosa y azul en todas las calles, hizo crecer 15 gallinas y 12
puercos, mientras Erasmo construía un hermoso arco corintio que, con ayuda de
los republicanos, colocó a la entrada de la ciudad.
Mientras tanto, Elvira, la Duquesa Elvira de Portobello,
celebraba en ruinas la fiesta de Santo Tomás. Eso sí, en compañía de su
minúsculo, pero siempre fiel, séquito de súbditos, a quienes no dejaba de
mandar y quienes no dejaban de obedecer. Pues ¿qué más sabe hacer un súbdito
sino obedecer órdenes?
En la “República del exilio” nadie conocía a San Agustín,
pero la celebración fue todo un éxito, la gente convivió con la misma euforia y
júbilo que cuando que celebraban a Santo Tomás. Nadie del pueblo más que Erasmo
comprendía que lo importante no era el patrono, ni el nombre del poblado, no
era la forma de gobierno, ni el color del papel picado, lo importante era que
el pueblo aprendiera a ser libre y a vivir con otros en libertad.