jueves, 29 de mayo de 2014



La Duquesa de Portobello. 

Érase una vez una mujer a la que le encantaba mandar, su nombre, Elvira, la Duquesa Elvira de Portobello. Elvira vivía en un castillo rodeada de fieles súbditos a los cuales mandaba cumplir todos sus caprichos: “cambien las cortinas”, “preparen la cena”, “cepillen al perro”, “denle de comer a los patos”, “poden el pasto”, “limpien los muebles”, “sonrían”, “no tanto”, “cállense”, “hablen”, “cállense, ¡qué no entendieron!”… Todo el día se le iba en dar órdenes. 

            Aquellos súbditos, quienes llamábanse así mismos la corte real, no recibían paga ni privilegios, tan sólo el honor de ser súbditos de la Duquesa. Con eso poco se conformaban aquel puñado de hombres; pues a qué más puede aspirar la un súbdito sino a cumplir órdenes. Los habitantes del Ducado de Portobello no eran verdaderamente muchos, se entretenían con sus actividades cotidianas y poco les importaba la vida aristocrática de la Duquesa. Los habitantes no eran listos ni tontos, ni quietos ni activos, simplemente habitantes. No había, sin embargo, una sola alma en el ducado de Portobello que no aguardara ansiosamente por la atracción más grande del año, la fiesta de Santo Tomás, para la cual, como cada otoño,  la Duquesa descendía desde lo alto de su castillo hasta el mundo de los comunes, para nombrar a un mayordomo. Al ungido por la Duquesa concedíasele el honor de organizar la fiesta patronal. 

            El otoño llegó y la Duquesa reservó para aquella ocasión el vestido más simple, viejo y que encontró, pues no valía la pena que los plebeyos presenciaran sus más agraciados atavíos. -No hay que combinar lo bello con lo pueril-, decía a sus fieles súbditos. Una vez hubo descendido, por consejo de su corte, Elvira designó a Erasmo como mayordomo de la fiesta patronal; un humilde carpintero del pueblo conocido por su honradez y dedicación al trabajo. Erasmo aceptó gustoso aunque sin realizar mayor deferencia. El pueblo por su parte celebró sonoramente el nombramiento. 

            Erasmo comenzó los preparativos. Primeramente reunió a los habitantes de Portobello en la plaza central, y una vez los hubo consultado, mandó a colgar papel picado rosa y azul en todas las calles, a pintar las fachadas de la casa de gobierno y la catedral, mandó matar 15 gallinas y 12 puercos y a cortar los jardines, mientras él mismo dedicó varios días a construir un arco corintio para adornar la entrada de Portobello. 

            Cuando la Duquesa Elvira se enteró de que Erasmo dictaba órdenes en su ducado que la gente obedecía, mandóle a llamar de inmediato a su castillo. ¿Usted es Erasmo el carpintero?  Él mismo. Puede decirme con qué autoridad se atreve a mandar en mi ducado. La autoridad, Duquesa, es de un solo tipo y es la misma con la que me ha mandado a llamar a su castillo. Se equivoca, mi autoridad es indiscutible e inapelable, porque yo, soy Elvira, la Duquesa de Portobello y puedo hacer y deshacer según mi voluntad. Es un gusto presentarnos de nueva cuenta Duquesa, yo soy Erasmo, el carpintero de Portobello. ¿Pero que no es usted también el mayordomo? En efecto. Pues… precisamente sobre eso quería hablar… el color azul y rosa del papel picado no me gusta, lo cambia, el puerco me hace mal así que lo sustituye por pescado, las fachadas de la iglesia y de la casa de gobierno se ven horribles, las pinta de otro color,…un verde aceituna asentaría bien, el jardín lo deja crecer para hacer animales con los arbustos al estilo expresionista francés, ¡aah, casi lo olvido!, ese arco, ese arco tan espantoso que mandó a poner en la entrada, lo quema inmediatamente. Comprendo, pero dígame Duquesa ¿con qué autoridad puedo mandar yo, si tan sólo soy un carpintero? Que no entiende que por eso le he nombrado mayordomo para que pueda mandar ¿Entonces tengo autoridad para mandar en el pueblo? Esa autoridad, divina en su naturaleza, es inmanente en mi calidad de noble y la transfiero a usted por mi salvoconducto real, para que pueda obrar en mi nombre. ¿Es decir, que la autoridad es realmente suya? Así es. ¿Y la capacidad de mandar? También. Siendo entonces que en usted radica la autoridad y el mando, y que como todos saben del poder se ejerce con mayor virtud desde su origen, considero pertinente que realice su voluntad real a través de su propia persona, para lo cual prescinde de un servidor. ¡Qué se ha creído usted para decirme que debo o no debo hacer!, usted, usted es un simple plebeyo,¡ qué no entiende que usted depende de mí! La realidad sugiere lo contrario Duquesa, pues para ser Duquesa necesita en esencia de alguien a quien mandar, al parecer usted sin mí no puede mandar y por ello depende de mí para ser Duquesa, yo en cambio, sin usted puedo seguir siendo un carpintero, tan carpintero como siempre. ¡Insolente! ¡Cómo se atreve!, maldita la hora en que le nombre mayordomo, pero en este a mismo le retiro el cargo; paje que quede en acta que este hombre deja de ser mayordomo en este preciso momento, ¡y ni siquiera intente rogar que le devuelva el puesto! –Erasmo no se inmuto, dio media vuelta y salió de la habitación real para volver a sus labores de carpintería- ¡Jamás le ordené se retirara! –gritaba coléricamente la Duquesa a la salida de Erasmo- Si cruza esa puerta quedará desterrado de por vida del ducado, ¡se lo advierto! -pero Erasmo siguió su camino. 

            La Duquesa se puso iracunda, su cuerpo temblaba de furia, no podía creer que un plebeyo se hubiese atrevido a retar su autoridad con singular indiferencia a sus amenazas. De inmediato pensó la manera de vengarse. Nombró a Juan el panadero, como nuevo mayordomo, quien llevó al pie de la letra las exigencias propias de la Duquesa. De Erasmo sólo se sabía que se le había visto salir de Portobello; hubo cierto desconcierto y murmullo por parte del pueblo, pero  tan pronto uno de los cortesanos comenzó a aplaudir en la ceremonia de nombramiento, la gente se soltó efusivamente y sin reparo el nuevo nombramiento.

            Sin embargo, la afrenta de Erasmo agudizó la patología mandamás de la Duquesa, quien ya no lograba satisfacer su necesidad de mandar. Su sentimiento de inferioridad era grande y se volvió tanto más, que ya no le era suficiente con dar órdenes a los habitantes de Portobello. Ella quería mandar, mandar y mandar, así que ordenó rentar gente de otros ducados para que pudiese también mandarles: “cambien las cortinas”, “preparen la cena”, “cepillen al perro”, “denle de comer a las patos”, “poden el pasto”, “limpien los muebles”, “sonrían”, “no tanto”, “cállense”, “hablen”, “¡cállense que no oyeron!”. Todo el día se le iba en dar órdenes a sus súbditos, a los habitantes de Portobello y a los habitantes rentados de otros ducados.

            Mientras más se acercaba la fecha para la fiesta de Santo Tomás, la Duquesa se volvía cada vez más mandona. Buscaba imponer su voluntad en todo, hasta el punto de lo absurdo. Ahora quería volver al color original del papel picado, quería nuevamente puerco en el menú, mandó a cortar los arreglos expresionistas de los arbustos y por último mandó a colocar nuevamente el arco de Erasmo en la entrada de Portobello. Sin embargo, para su desgracia, ella misma había mandado quemar el arco de madera, pidió entonces se construyera uno nuevo. Pero nadie en la pequeña extensión del ducado sabía de carpintería, así que mandó a una comisión especial a buscar y traer a Erasmo de regreso a las puertas de Portobello.

            Gran sorpresa se llevaron los portobellenses al descubrir que Erasmo era un hombre dichoso de ser libre, podía construir lo que él quisiera y con esa misma libertad rechazó las órdenes de la duquesa. Impresionados con su libre albedrío, los integrantes de la comisión acordaron quedarse con Erasmo y trajeron consigo a sus familias. Después de todo, el exilio no se veía tan mal y gozaban de algo que jamás encontraría en Portobello, Libertad. Sólo un comisionado, miembro de la corte regresó a donde la Duquesa para informar sobre lo acontecido. 

            Al escuchar las noticias Elvira no contuvo su furia. Una marea de rojo efervescente inundó sus entrañas de ira y resentimiento, haciendo crecer sus ganas de mandar. Comenzó entonces a dar órdenes a diestra y siniestra: “pinten las cortinas”, “cepillen a los patos”, “denle de comer a los muebles”, “poden los perros”, “lloren”, “no tanto”, “griten”, “cállense”, “vuelvan a gritar”, “quemen las casas, quemen la iglesia, incineren la casa de gobierno, lumbre a los jardines, prendan fuego a la catedral, quemen todo, quemen todo el ducado… Y así fue que Portobello, al igual que la Roma de Nerón, quedó convertido en cenizas.
            Los portebellenses se veían los unos a los otros sin encontrar respuesta, habían quemado ellos mismos su ducado por órdenes de un bruto. Pronto comprendieron que no había más que hacer y se exiliaron todos a donde Erasmo. Erasmo, aquel carpintero taciturno, pero de gran entereza, supo dar la bienvenida a todos los portobellenses que arribaban. Al ser el primero en haber llegado a las tierras del exilio, pronto fue nombrado Duque, pero Erasmo rechazó de inmediato el nombramiento y en su lugar nombró a las nuevas tierras la “República del exilio”. 

            Tristemente, ese mismo día era la fiesta de Santo Tomás, la fiesta más esperada en todo el año por los portobellenses. Pero hábilmente, Erasmo dijo que en la República del exilio no se festejaba a Santo Tomás sino a San Agustín, cuya celebración se encontraba próxima. Así que sin reparos, la gente erigió una casa de gobierno y una catedral, aró tierra para los jardines, puso papel picado rosa y azul en todas las calles, hizo crecer 15 gallinas y 12 puercos, mientras Erasmo construía un hermoso arco corintio que, con ayuda de los republicanos, colocó a la entrada de la ciudad.  

            Mientras tanto, Elvira, la Duquesa Elvira de Portobello, celebraba en ruinas la fiesta de Santo Tomás. Eso sí, en compañía de su minúsculo, pero siempre fiel, séquito de súbditos, a quienes no dejaba de mandar y quienes no dejaban de obedecer. Pues ¿qué más sabe hacer un súbdito sino obedecer órdenes?

            En la “República del exilio” nadie conocía a San Agustín, pero la celebración fue todo un éxito, la gente convivió con la misma euforia y júbilo que cuando que celebraban a Santo Tomás. Nadie del pueblo más que Erasmo comprendía que lo importante no era el patrono, ni el nombre del poblado, no era la forma de gobierno, ni el color del papel picado, lo importante era que el pueblo aprendiera a ser libre y a vivir con otros en libertad.

martes, 27 de mayo de 2014



Cacofonías

Te detesto tanto como aborrezco mi soledad
Insoportable en su estúpida rutina
Te detesto como detesto los jueves grisáceos,
Con lluvias taciturnas y melancolía injustificable

Te detesto como el wasabi en el sushi
Como una balada en el top ten de la radio
Como la sopa de apio
Y la propaganda de Gucci

Te detesto como se detestan todas aquellas
festividades en las que uno no está presente
Te detesto como los trastes tirados del lavabo
Como se detesta el pan que se tuesta demasiado

Te detesto como los protestantes detestan el apostolicismo
Te detesto el como el cura detesta la pederastia
Como el idealismo detesta la realidad

Te detesto tanto que no puedo dejar de pensar en ti
Y pensar en ti me hace detestarte aún más

domingo, 25 de mayo de 2014



Lucía y la subida del muerto

12:22 am, aquella noche Lucía no podía dormir. Los bochornos nocturnos del verano convertían su cama en una hoguera inquisitorial. Las sábanas, el blusón, la ropa interior, todas las prendas de repente sobraban, y despojándose una a una de ellas, dejaba al descubierto sus muslos, su pecho, su exquisita figura cubierta toda de piel color mate. 

            Corría el sudor de su frente y no paraba de girar en su cama, se acomodaba a su lado izquierdo, después al lado derecho, buscaba entre las sábanas protección al calor lascivo de la noche. Poco a poco el cansancio le impidió cualquier clase de movimiento hasta que su cuerpo, cansado, en medio de la penumbra, quedó quieto, casi inmóvil. Cerró los ojos, dejó su mente en blanco, e intentó conciliar el sueño. Su respiración comenzó a hacerse cada vez más lenta, lenta, lenta…

            De pronto, en medio de la nada, sintió escalar un peso enorme que oprimía gravemente su pecho. No alcanzaba a dimensionar el volumen de aquella gravedad, que avanzaba hacia sus extremidades, hasta enterrar por completo su pecho. Había perdido control sobre sí misma y su cuerpo se mantenía estático, tieso, alienado a cualquier indicación. Trató de liberarse de aquella fuerza, pero no lo logró.  Ni manos ni piernas respondían ya a sus impulsos. Cayó en angustia. Pasó a un estado de desesperación para sucumbir ante el pánico absoluto, mientras  aquel peso enorme oprimía cada vez más y más fuerte, hasta dominar su cuerpo.

            Quiso preguntar -¿quién eres?-, pero no logró articular palabras. Su voz ahogada dejó lugar a un ruido asmático que enmudecía en lo insondable de la habitación. Cayó de nuevo en pánico. Su respiración se aceleraba hipertónicamente y el ritmo de su corazón incrementaba de manera inaudita, convirtiendo sus pulsaciones sanguíneas en mazos que golpeaban los bazos de su cien. Casi llegando al punto de la asfixia, aquella respiración entrecortada, de manera repentina se convirtió en disimulados gemidos.

            Aquella entidad comenzó a recorrer erógenamente su cuerpo, revolcando su sexo de manera rítmica  y llevándola hacia un placer infinito. La confusión, el miedo, la fruición, todo se combinaba concupiscentemente aquella noche. Los pezones de Lucía se manifestaron hieráticamente a favor de aquel bacanal fantasmagórico, y aún sin incorporar movimiento alguno, el cuerpo se entregaba por completo a aquella prisión erótica.

            Como un viento erotizante, el ánima recorría cada punto erógeno de Lucía y llenaba su cuerpo de humedad. Qué importa el autor de aquel acto sobrenatural si su obra dice más que su nombre. Aquel viento incorpóreo golpeaba con sabiduría el clítoris de Lucía, recorría con astucia y severidad su espalda, y acariciaba aprensivamente sus glúteos, mientras ella, sin poder mover un solo músculo, regocijaba de un placer inenarrable. Sintió la imperiosa necesidad de morderse la muñeca, de enterrar las uñas, de gritar, pero sólo pudo quedarse  inmovidamente ansiosa, no más.

            De repente Lucía, abrió los ojos y todo tipo de fuerza desapareció. Tardó en reaccionar. Se reincorporó lentamente. Miró su despertador, aún las 12:22. Todo seguía igual, salvo un derroche de fluidos que embalsamaban su cama. Al incorporarse prendió un cigarro, tomó su diario y escribió “en varias ocasiones he despertado sintiéndome ultrajada, el sexo de ayer se convierte siempre en algo efímero, etéreo,  dejando en la boca un sabor a nostalgia. Hoy recuerdo cada detalle y, sin embargo, desconozco su nombre. Soy felizmente una puta, al servicio de la muerte.”

lunes, 19 de mayo de 2014

Eros secuestra a Psique




Eros secuestra a Psique, y yo
Me quedo sin calma
Pierdo la razón en ansiedad
Me atormentan de tu amor las incógnitas

Ayer, sin más titubear
Dijiste que entre tú y yo no existe nada
Dime entonces qué eran,
Todas aquellas señales que coleccionaba

Las miradas, tu sonrisa, el momento
¿Acaso sólo ilusiones, reminiscencias del ensueño?
Déjame entonces dormir, que quiero seguir soñando
Que te prefiero en mi universo, a mi tiempo, en mi horario

En el quinto sueño donde siempre te apareces
Abierta al encuentro, subversiva a la entrega
Accesible a mis deseos, rebelde a mis fantasías  

¿Por qué me despiertas súbitamente y de golpe?
Déjame soñar, soñar paliativamente

Si inexorable es, que no puedas
Compartir una fracción de lo que siento
Déjame entonces vivir el idilio
De mis sempiternas fantasías,
Ahí, donde siempre te encuentro

Eros secuestra a Psique, y yo
Me quedo sin alma
Que me la devuelva,
¡Por dios!, que me la devuelva…
Antes que me disemine en tu mirada