domingo, 25 de mayo de 2014



Lucía y la subida del muerto

12:22 am, aquella noche Lucía no podía dormir. Los bochornos nocturnos del verano convertían su cama en una hoguera inquisitorial. Las sábanas, el blusón, la ropa interior, todas las prendas de repente sobraban, y despojándose una a una de ellas, dejaba al descubierto sus muslos, su pecho, su exquisita figura cubierta toda de piel color mate. 

            Corría el sudor de su frente y no paraba de girar en su cama, se acomodaba a su lado izquierdo, después al lado derecho, buscaba entre las sábanas protección al calor lascivo de la noche. Poco a poco el cansancio le impidió cualquier clase de movimiento hasta que su cuerpo, cansado, en medio de la penumbra, quedó quieto, casi inmóvil. Cerró los ojos, dejó su mente en blanco, e intentó conciliar el sueño. Su respiración comenzó a hacerse cada vez más lenta, lenta, lenta…

            De pronto, en medio de la nada, sintió escalar un peso enorme que oprimía gravemente su pecho. No alcanzaba a dimensionar el volumen de aquella gravedad, que avanzaba hacia sus extremidades, hasta enterrar por completo su pecho. Había perdido control sobre sí misma y su cuerpo se mantenía estático, tieso, alienado a cualquier indicación. Trató de liberarse de aquella fuerza, pero no lo logró.  Ni manos ni piernas respondían ya a sus impulsos. Cayó en angustia. Pasó a un estado de desesperación para sucumbir ante el pánico absoluto, mientras  aquel peso enorme oprimía cada vez más y más fuerte, hasta dominar su cuerpo.

            Quiso preguntar -¿quién eres?-, pero no logró articular palabras. Su voz ahogada dejó lugar a un ruido asmático que enmudecía en lo insondable de la habitación. Cayó de nuevo en pánico. Su respiración se aceleraba hipertónicamente y el ritmo de su corazón incrementaba de manera inaudita, convirtiendo sus pulsaciones sanguíneas en mazos que golpeaban los bazos de su cien. Casi llegando al punto de la asfixia, aquella respiración entrecortada, de manera repentina se convirtió en disimulados gemidos.

            Aquella entidad comenzó a recorrer erógenamente su cuerpo, revolcando su sexo de manera rítmica  y llevándola hacia un placer infinito. La confusión, el miedo, la fruición, todo se combinaba concupiscentemente aquella noche. Los pezones de Lucía se manifestaron hieráticamente a favor de aquel bacanal fantasmagórico, y aún sin incorporar movimiento alguno, el cuerpo se entregaba por completo a aquella prisión erótica.

            Como un viento erotizante, el ánima recorría cada punto erógeno de Lucía y llenaba su cuerpo de humedad. Qué importa el autor de aquel acto sobrenatural si su obra dice más que su nombre. Aquel viento incorpóreo golpeaba con sabiduría el clítoris de Lucía, recorría con astucia y severidad su espalda, y acariciaba aprensivamente sus glúteos, mientras ella, sin poder mover un solo músculo, regocijaba de un placer inenarrable. Sintió la imperiosa necesidad de morderse la muñeca, de enterrar las uñas, de gritar, pero sólo pudo quedarse  inmovidamente ansiosa, no más.

            De repente Lucía, abrió los ojos y todo tipo de fuerza desapareció. Tardó en reaccionar. Se reincorporó lentamente. Miró su despertador, aún las 12:22. Todo seguía igual, salvo un derroche de fluidos que embalsamaban su cama. Al incorporarse prendió un cigarro, tomó su diario y escribió “en varias ocasiones he despertado sintiéndome ultrajada, el sexo de ayer se convierte siempre en algo efímero, etéreo,  dejando en la boca un sabor a nostalgia. Hoy recuerdo cada detalle y, sin embargo, desconozco su nombre. Soy felizmente una puta, al servicio de la muerte.”

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