Lucía
y la subida del muerto
12:22 am, aquella noche Lucía no podía dormir. Los
bochornos nocturnos del verano convertían su cama en una hoguera inquisitorial.
Las sábanas, el blusón, la ropa interior, todas las prendas de repente sobraban,
y despojándose una a una de ellas, dejaba al descubierto sus muslos, su pecho,
su exquisita figura cubierta toda de piel color mate.
Corría
el sudor de su frente y no paraba de girar en su cama, se acomodaba a su lado
izquierdo, después al lado derecho, buscaba entre las sábanas protección al
calor lascivo de la noche. Poco a poco el cansancio le impidió cualquier clase
de movimiento hasta que su cuerpo, cansado, en medio de la penumbra, quedó
quieto, casi inmóvil. Cerró los ojos, dejó su mente en blanco, e intentó
conciliar el sueño. Su respiración comenzó a hacerse cada vez más lenta, lenta,
lenta…
De
pronto, en medio de la nada, sintió escalar un peso enorme que oprimía
gravemente su pecho. No alcanzaba a dimensionar el volumen de aquella gravedad,
que avanzaba hacia sus extremidades, hasta enterrar por completo su pecho. Había perdido control sobre sí misma y su cuerpo se mantenía estático,
tieso, alienado a cualquier indicación. Trató de liberarse de aquella fuerza,
pero no lo logró. Ni manos ni piernas
respondían ya a sus impulsos. Cayó en angustia. Pasó a un estado de
desesperación para sucumbir ante el pánico absoluto, mientras aquel peso enorme oprimía cada vez más y más
fuerte, hasta dominar su cuerpo.
Quiso
preguntar -¿quién eres?-, pero no logró articular palabras. Su voz ahogada dejó
lugar a un ruido asmático que enmudecía en lo insondable de la habitación. Cayó
de nuevo en pánico. Su respiración se aceleraba hipertónicamente y el ritmo de
su corazón incrementaba de manera inaudita, convirtiendo sus pulsaciones
sanguíneas en mazos que golpeaban los bazos de su cien. Casi
llegando al punto de la asfixia, aquella respiración entrecortada,
de manera repentina se convirtió en disimulados gemidos.
Aquella
entidad comenzó a recorrer erógenamente su cuerpo, revolcando su
sexo de manera rítmica y llevándola hacia un placer infinito. La confusión, el miedo, la fruición,
todo se combinaba concupiscentemente aquella noche. Los pezones de Lucía se
manifestaron hieráticamente a favor de aquel bacanal fantasmagórico, y aún sin
incorporar movimiento alguno, el cuerpo se entregaba por completo a aquella
prisión erótica.
Como
un viento erotizante, el ánima recorría cada punto erógeno de Lucía y llenaba
su cuerpo de humedad. Qué importa el autor de aquel acto sobrenatural si su
obra dice más que su nombre. Aquel viento incorpóreo golpeaba con sabiduría el
clítoris de Lucía, recorría con astucia y severidad su espalda, y acariciaba
aprensivamente sus glúteos, mientras ella, sin poder mover un solo músculo,
regocijaba de un placer inenarrable. Sintió la imperiosa necesidad de morderse
la muñeca, de enterrar las uñas, de gritar, pero sólo pudo quedarse inmovidamente ansiosa, no más.
De
repente Lucía, abrió los ojos y todo tipo de fuerza desapareció. Tardó en
reaccionar. Se reincorporó lentamente. Miró su despertador, aún las 12:22. Todo
seguía igual, salvo un derroche de fluidos que embalsamaban su cama. Al
incorporarse prendió un cigarro, tomó su diario y escribió “en varias ocasiones
he despertado sintiéndome ultrajada, el sexo de ayer se convierte siempre en
algo efímero, etéreo, dejando en la boca
un sabor a nostalgia. Hoy recuerdo cada detalle y, sin embargo, desconozco
su nombre. Soy felizmente una puta, al servicio de la muerte.”
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